El sol se había puesto hacía ya unas horas, y la luz de gas iba dejando paso a ese aterciopelado manto negro, moteado por infinidad de diminutas bombillas plateadas que cubría la bóveda celeste de esa noche, en la que los latidos de mi corazón guiaban mis pasos hacia ti.
Pensé que hubiese tenido que consultar a los oráculos del amor pero en ese momento fue cuando noté la caricia de la mano plateada de la luna que iluminaba la medieval calle de Banys Nous por la que con mis pasos quedos y nerviosos, intentaba llegar a mi primera cita contigo. Sorprendido, levanté la cabeza, y vi allí arriba sentado en ella, a mi amigo el Pierrot. En sus ojos se reflejaban los luceros de la noche que lo custodiaban, desde allí, me dirigió una sonrisa de complicidad que trajo a mi cuerpo armonía y sosiego a la vez que depositaba cariñosamente un beso en la yema de su corazón y soplaba. De sus labios salieron polvos de oro que convirtieron la brisa en un manto de partículas púrpuras, que inundaron la noche. Una noche en la que los duendes empezaron a escribir un nuevo libro de poesía con nuestros nombres en la portada.
Cuando por fin me decidí a entrar en el callejón del Ave María, te vi allí, apoyado en el muro de la basílica de Santa Maria del Pí, con esa camisa azul celeste como las dos aguamarinas de tus ojos de los que siempre estuve cautivo y unos tejanos desgastados, ajustados a tu escultural cuerpo, mientras la brisa de la primavera, coqueteaba juguetónamente con tu pelo azabache. Al verte, pensé que realmente en ti la belleza tomaba forma humana. Cuando el alba se llevó esa noche mágica que vino después del encuentro, los latidos de nuestros corazones, como nuestros cuerpos, ya se habían diluido el uno con el otro para siempre jamás, ya que sin que ninguno de los dos se lo hubiese propuesto, Dios, Adonai Eloim, Alá, Buda o simplemente el destino, hizo que entre nosotros dos germinase el amor. Esa noche, un puente de plata unió nuestros pechos a través de una tela muy fina que envolvió nuestros destinos, quedando inevitablemente forjados para siempre a medida que las velas se consumían llenado la habitación con su cálida y parpadeante luz cromática. En mí, iba naciendo la necesidad de estar eternamente a tu lado. Supe que serías el arquitecto de mis sueños, mi buen amor, estábamos ya embrujados por algún travieso druida que nos hizo beber la pócima de la felicidad de nuestras bocas. Tal vez por eso, cada día soñábamos con llegar a ser ancianos colmados de días en los que guiados por la Diosa Afrodita, navegábamos por el Olimpo de los Dioses con el simple roce de nuestras pieles desnudas. Nos susurrábamos rosas de terciopelo a nuestros oídos anhelantes de amor eterno que dejaban en nuestras almas un estado de levitación cósmica. Un remolino de sensaciones echaba raíces en cada uno de los poros de nuestra piel, nos sentíamos verdaderos heraldos del amor, viviendo en el génesis de los sentimientos.
Pero la madrugada en que libremente decidiste dejar tu cuerpo, hace ya casi diecisiete años, para volver al cosmos, el universo que corría por mis venas desde que te conocí dejó de girar en torno de mi corazón. Empezó a llenarse de una claridad malva crepuscular, eclipsando la alegre luz de las luciérnagas que velaban nuestros sentimientos desde el dintel de la puerta de nuestro templo del amor, sumiéndome en un lastimero eco de melancolía. Eras mi haz de luz, y sin ella, cuando la oscuridad de la noche invade el cielo de la metrópoli, la nostálgia de tu cuerpo me recuerda la tortura diaria que es vivir sin ti, en esa crepuscular melancolía que se instaló en la estación de mi vida desde el mismo instante en que tus ojos se cerraron para siempre para partir hacia el universo. Esa madrugada, en la que te llevaste contigo la llave de mis sueños, ni tan siquiera pude besar por última vez tus ya gélidos labios de los que siempre bebí el amor y que ya habían entrado en la eternidad de la muerte. Si hubiese podido, hubiese curado tus heridas con girones de mi corazón si con ello te hubiese vuelto a la vida, aunque con ello hubiese dejado la mía. Pero la vida no da esas oportunidades y un manto tejido con hilos de soledad y tristeza fue cubriendo mi alma que aun sigue llorando, aunque mis ojos ya se han secado... Tu boca era el cáliz del que bebía la vida y tu cuerpo el sagrario que me unía a Dios, por eso con tu partida también se fue mi vida... y se fue también Dios.
En aquella época, a nosotros aún no nos consideraban personas, legalmente a pesar de los años compartidos yo no era nada tuyo. Tu familia que en vida nunca fue tu familia, enterró tu cuerpo, yo ni tan siquiera pude estar en tu sepelio, ya sabes que ellos nos consideraban un error de la naturaleza, pero que equivocados estaban. Si bien durante años fuimos soldados del amor, explorando juntos los confines del placer a través de nuestros cuerpos que hacían de naves estelares para transportarnos al Olimpo, también es cierto que éstos no los necesitamos para seguir queriéndonos en el cuerpo celeste que nos acogerá una vez exhume mi tiempo.
Y el embrujo de nuestra primera noche que siempre vivimos, se eternice en los tiempos, allí en ese universo en el que me esperas. Mientras tanto, como cada aniversario de nuestra primera noche, depositaré una rosa roja en la tumba donde descansa tu cuerpo... y mi corazón...
Jaume Serra i Viaplana.